Estampitas en la Venustiano Carranza

Tenía que ir a la delegación Venustiano Carranza, por alguna razón que en estos momentos no recuerdo ni me interesa recordar. Revisé la Guía Roji, en ese entonces no me había familiarizado con el Google Maps, y noté que la ruta más cómoda era usando el metro, salir de la estación Fray Servando y de ahí caminar un tramo, o tomar un microbús. Comenté esto con algunas personas, la mayoría de las cuales coincidió en que lo mejor sería usar un microbús, porque, dijeron, en ese parque asaltan.

Salí de casa y me puse mis audífonos. En el trayecto iba leyendo y pensando en cualquier cosa. Al salir del metro pregunté a una policía que estaba en los torniquetes sobre la forma de llegar a la delegación. Me dijo que derecho, pero que tomara el micro porque el parque está muy feo. Ok, esto se pone denso, hasta la policía hizo expresión de miedo al hablar del parque.

Como aun había luz de sol, me pareció que no podía ser demasiado rudo ese parque. Lo vi desde lejos y me pareció agradable para una caminata, además, tenía media hora disponible ya que hice menos tiempo de trayecto del que había pensado. Así que, por alguna pendejísima razón, olvidé todas las advertencias y decidí caminar por el centro del parque. Todo estaba tranquilo, sin broncas.

De repente (siempre es de repente) sentí un piquete en el pecho. Me quité los audífonos y voltee buscando el origen de dicha sensación. Se trataba, nada más y nada menos, de un niño de unos 7 años, mugroso, con cara de encabronamiento extremo. Me había puesto una estampita en el pecho. La verdad es que ya no recuerdo de qué era la estampa. Y ahora esperaba con la mano extendida a que le diera una moneda, cosa que yo, por supuesto, no iba a hacer.

Tomé la estampita de mi pecho y se la pegué al niño en su pecho, y estiré la mano igual que él antes lo había hecho. Su cara de encabronamiento extremo se tornó aún más extrema. Se quitó la estampa y la colocó de nuevo en mi ropa. Y puso la mano extendida, ahora con un movimiento más violento. Me quité la estampa y, mamonamente debo admitirlo, se la puse en la frente. Ya no extendí la mano, sonreí y traté de proseguir mi camino.

Digo que traté, porque no me dejaron. No me di cuenta, pero estaba rodeado por, de menos, unos diez chamacos del mismo tamaño que el primero. Y lo peor, todos estaban preparados con su estampita en la mano. En ese momento fue cuando recordé las advertencias de mis amigos. Me quedé mirando al niño del principio y le dije "mira, hay de dos sopas, me ponen sus estampitas y no les doy ni un pinche peso, porque no quiero darles ni un pinche peso, y se quedan sin estampitas; o no me ponen sus estampitas y todos somos felices". Creo que eso los hizo encabronarse un poco más. El niño a quien me dirigí me respondió "¿ah no nos vas a dar nada culero? Pues entonces vas a ver cómo te partimos tu pinche madre hijo de la chingada". Para ser un moco de 7 años, pronunciaba a la perfección las flores del lenguaje.

El tono de voz, al parecer, fue como una señal de alarma, porque de la nada salieron otros cinco o siete niños más. Justo cuando se acercaban para estamparme, es decir, llenarme de estampas, salí corriendo entre los mocosos. Creo que tiré a uno o dos. Un indigente que había estado observando la acción desde hacía minutos me mentó la madre.

Corrí un buen tramo del parque y me subí a un microbús que pasaba a baja velocidad. (Sí, me sentí en una película joligudense de acción, por si querían saber.) "¿A dónde va joven?", me preguntó el chofer. "A dos cuadras", respondí. Él volteó hacia el parque, miró a los niños encabronados, me miró y dijo "mejor lo llevo a cuatro, le conviene".

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